Cafetería “Londres” (parte 2)
El resto del día transcurrió como siempre, sin nada que fuese digno mencionar, ni alteraciones que mereciesen ser comentadas por ninguno de los cuatro. Pero todos ellos quedaron en sus camas esa noche, pensando en qué había pasado en aquella mesa que no acertaban a saber discernirlo. Las estrellas salpicaron el manto nocturno como titilantes diamantes, que vibraban al son de una melodía inaudible, y derramaban su luz con eterna generosidad. Los sueños de los cuatro seres comunes y vitales, se apoderaron de sus cerebros indefensos y al amanecer la luz de un sol limpio y fuerte, les despertó a cada uno en su vida y casa, como si de un experimento cósmico se tratase, dispuesto el creador a cruzar sus vidas.
John, abría la cafetería como cada día del año a las seis y media de la mañana, cuando aún no habían puesto las calles, como solía decirse a sí mismo, para animarse ante la oscuridad que aun reinaba. Y aquel día que se había dormido, sus clientes esperaron a la puerta en fila de a dos como los niños de un colegio. Desesperados por un café caliente y un bollo, o la consabida cerveza y el pincho de tortilla. Entraron a saco en el local y se sentaron, como si una invisible y estricta profesora les obligase con su sola presencia, a hacerlo en orden y quedar en silencio antes de romper a hablar a voces. John se puso el delantal y entró en la cocina conectando los electrodomésticos necesarios, la cafetera y la plancha. Pronto se puso a despachar los pedidos de sus clientes cuyos gustos le eran harto conocidos. En veinte minutos todos tuvieron sus desayunos listos y servidos.
Las mesas junto a la ventana se hallaban ocupadas unas por un cliente, otra por dos o tres, todas tenían a alguien en sus bancos rojos de skay. En la que ocupasen el día anterior se acomodaba Ana, que esperaba resolver la incógnita creada por sus tres forzados compañeros del día anterior, revolviendo ruidosamente con la cucharilla el café de su taza. La espumita que tanto le gustaba, iba desapareciendo y sus ojos escrutaban anhelantes el exterior, desesperada por creer que no se repetiría la escena que tanto le intrigaba. Ana se metió el dedo entre sus labios para calmar el dolor que aun sentía por los pinchazos de un bordado a mano que se le resistía y le había dejado el índice como un acerico. Pero el dolor dejó paso a la ilusión, cuando unas formas curvilíneas un tanto exageradas, propiedad de Marla, se acercaron a la cafetería a pasos grandes y bruscos. En realidad no es que estuviese tan gorda, era solo que no sabía como sacarle partido, a su cuerpo de ampulosas curvas y caminaba como un camionero, de pelo demasiado corto y vestimenta de hombre de los cincuenta. Entró quedándose parada para echarle una ojeada al bar y ver de sentarse donde ya estuviese alguno de sus compañeros del día anterior. También ella había sentido el aguijonazo de la obsesión, tras abandonar el local de John. Al ver a Ana se dirigió a su mesa y su sonrisa se acentuó, marcando el paso como solo un gorila patizambo podría hacer.
—Hola chica, ¿Qué tal te va? Tengo un hambre voraz, me comería…—se cortó al ver que Ana fruncía el ceño algo asustada por sus modales, y no es que ella fuese una sofisticada damita, pero Marla la superaba con creces y sus cejas no podían bajar a la altura de sus párpados, por estar extasiada con sus groseras palabras.
—Me va bien, algo cansada, bueno harta en realidad, ¡harta! Es un trabajo aburrido y triste, monótono y…en fin no te voy a cansar con mis penas…—bajó la cabeza Ana dedicándole alguna atención a su café ya frío y sin espuma.
—Ja ja ja si yo te contara tía, el mío es de los que agotan y dejan callos, trabajo en una obra, en el edificio que se está construyendo en las afueras del polígono. Soy la encargada. –Ana digirió la información y comprendió la razón de su rudeza y modales masculinos, que le hacían honor a cualquier obrero. Se preguntaba si ella también le lanzaría piropos burdos a las mujeres de buen ver, que pasasen por debajo de su andamio, o si por el contrario, lo haría con los hombres atractivos y bien trajeados, que pasasen por su campo de acción…
—Yo soy modista, una simple y modesta modista…hago trabajos por horas y no llego a fin de mes.
—Bueno no te deprimas, eso nos pasa a todos, nos pagan una mierda y nos exigen perfección, yo los mando a tomar por culo a menudo y…¡huy perdón! me sale el macho que llevo dentro…ja ja ja ja ja .
—Ja ja ja ja nunca me había reído con nadie como contigo Marla, eres terrible…no te ofendas pero me sacas la sonrisa.
—No, tranquila es que es característico en mí me pasa siempre. No controlo bien las expresiones, acostumbrada como estoy a tratar con burros…ja ja ja ja. Mira ahí llega Martín, el estirado ricachón que se mezcla con los del pueblo bajo…
—Si ¡ay como me gusta! Me lo comería vivito, de un bocao.
Marla la miró sorprendida, como si de pronto hubiese descubierto América, y la respuesta a tan intrigante pregunta, como la que se hacía, quedó solventada para siempre. Martín entró con su porte distinguido y correcto como si el mundo fuese solo un decorado alzado para su deleite, y tras verlas a las dos sentadas se armó de valor y se acercó para sentarse con ellas. Le divertían, no sabía la razón exactamente, pero le divertían sus palabras, sus frases inconexas y sus modales toscos.
—Hola, ¿puedo sentarme con vosotras? –John se llegó hasta ellos y les puso delante a los dos, a Marla y Martín, lo que habían tomado el día anterior.
—Claro guapo, le respondió Marla haciéndole sitio junto a ella.
Martín se arrimó a Marla sin tocarla, dejando una pierna en el aire y ella se apretó contra la ventana, para que entrase en el banco, cosa que resultó del todo imposible. Ana se tapó la boca con la mano, mientras bajaba la cabeza para evitar ser descubierta, mientras reía en silencio. Para disimular alzó la mano, era el gesto previsto para repetir consumición y John corrió a preparar el segundo café de Ana.
Antonio llegó al poco congelado de frío y dispuesto a cambiar la habitual cerveza por un café al rojo vivo…y claro sentó en el sitio que quedaba en la mesa número dieciséis junto a Ana.
Martín hubo de hacer acopio de todas sus fuerzas y arremetió contra los muslos de Marla en un intento de no caerse, para pedirle ruborizado perdón. La luz del sol era lo único diferente aquel día extraño y enrarecido por ellos cuatro que se diferenciaba del anterior. Antonio hizo acto de presencia al poco y con paso cansino se llegó hasta la mesa dieciséis y se acomodó junto a Ana. Los cuatro estuvieron frente a frente deseando hacerse la pregunta que no surgiría tampoco aquel día.
—Hoy has tardado en llegar—le dijo Ana como tomándose una libertad que nadie le había concedido.
—Me alegra saber que me echáis de menos—englobó al resto en su frase—pero es que he tenido una pelotera con mi madre. Desde que vive conmigo las tengo a menudo…me separé hace tres años y desde entonces vive conmigo. Mi ex mujer la odiaba y no sé si tenía razón, a veces creo que sí.
—¡¡No me digas que vives con tu madre…!!—Exclamó Ana, como si de pronto se abriera la verdad ante ella.
—Sí…ya sé que para un hombrón de mi edad es un lastre innecesario y castrante, pero es mi deber de hijo…
—No hijo, si no es un reproche ni mucho menos, es que yo también vivo con mi madre, es una carga, porque no es como esas de las películas tan buena consejera y dulce…ná de ná hijo, es una carcamal de tres al cuarto, que me controla como una funcionaria de prisiones…—le tranquilizó Ana que no salía de su asombro.
—Pues yo tengo también a mi madre a cuestas, como el caracol a su cáscara…es un peso inaguantable. –Añadió a las palabras anteriores Marla.—Es como llevar una maldición, que dios me perdone, pero me fatiga más, que las carretillas que llevo por los baches cargadas de ladrillos.
—Ya solo falta que me digas Martín, que tú también…—le interrogó Ana dejando en el aire a medio terminar la frase.
—Pues creo que el destino está jugando con los cuatro, porque yo cargo con mi madre desde hace seis laaaaargos años. Rompí mi última relación por culpa suya y…—apretó el puño contra la mesa, hasta que sus nudillos blanquearon por la presión ejercida.—aun no consigo echar fuera la mala leche.
—¡Anda! Yo creía que los finolis no decíais palabrotas…—remarcó Marla sarcástica y con gesto de satisfacción por una puya buen dirigida.
—No me hace gracia Marla, es muy duro esto de cargar a cuestas con la madre de uno y no poder tener una vida normal…—la miró con ojos vidriosos, recriminándola aquellas palabras tan crueles.
—Buenooooo…¡que no quería hacerte pupa hijo, que delicadito que eres…! Es solo que me sorprende, si en realidad me gusta que tengas carácter cariñitoooo. Aquí a lo que se ve, los cuatro andamos a cuestas con nuestras madres, sin que se nos despeguen ni para joder…¡huy ya se me ha escapado otra vez el macho que llevo dentro! Es que esto de convivir con burros…
—Que todo se pega hija no hay duda, a ver si el destino ha decidido que nos juntemos pa algo…
—¿Qué quieres decir?.
—Nada hija nada…que estamos hoy de un susceptibleeeee.
—A mí me gustaría saber cómo lo lleváis vosotros, es curioso que coincidamos en algo tan personal, como ,el, llamémosle, cuidado de la madre, ¡los cuatro!. –Antonio acostumbrado a jugar con números exactos, lanzaba el órdago como si en él le fuese la vida.—Empieza tu Ana, ¿Cómo fue que terminaste cuidando a tu madre? Porque yo con la mía tengo un va y ven…
Como obedeciendo a unas reglas no escritas, ni por nadie dictadas, Ana, accedió deseosa de expulsar el veneno que le corroía las entrañas y escupió cada palabra a gusto. Su faz se iluminó y sus ojos dijeron a las claras, que anhelaba ser escuchada, y ser, al menos por unos minutos, de su tediosa vida, el centro de atención.
—Yo, tenía una vida hecha a mi medida, vivía con mi pareja, una mujer atractiva y dulce que me amaba como yo a ella. Todo iba bien, teníamos una tiendecita de flores y un pequeño bar para chicas, que abríamos solo de noche, para tomar unas copas, ya sabéis…
Los tres recientes amigos escuchaban atontados su relato, sin acertar a situarla como lesbiana, en un entorno, desconocido para ellos tres. Pero era tal su intensidad al contar su historia, que pasó casi desapercibido aquel detalle, tan revelador por otra parte. Se echaron adelante para concentrarse en sus palabras y estas les trasladaron al día en que todo diera comienzo. Ana prosiguió esperanzada…
—Me levanté aquel día esperando poder repartir los pedidos a todos los clientes que teníamos, que eran ciento veintidós…muchos, pero fieles además. Casi todos eran mujeres, y, no, no creáis que lesbianas, eran de todo tipo de orientación sexual. ¿Sabéis esos días en que todo reluce a la luz del sol?, ¿en que todo semeja ser más bonito y agradable? Pues yo creía que era el día más feliz de mi vida, ¡¡Que equivocada estaba!! La vida me iba a jugar una muy mala pasada. Mi chica, Miriam, una israelí que vivía en España, desde hacía tres años, llegaba con la cara ensombrecida y una carta abierta en la mano. Me pidió que me sentase y me entregó la carta. Las dos abríamos las cartas cuando bajábamos al buzón, indiferentemente de a quién fuesen dirigidas, no teníamos secretos. “Léela”, me dijo con rostro circunspecto. En ella me decía mi hermana menor que mamá, había decidido vivir conmigo, porque ella iba vivir a Estados Unidos, a hacer un Master de esos que hacen los intelectualillos, no te ofendas Martín, que no va por ti. Pero conoció a un hombre de esos que ella definía como maravillosos, finos, de gustos caros, que le regalaba flores y la llevaba a cenar a restaurantes de siete tenedores o más…¡ay!, ¡a tonta no le ganaba nadie! Pero no, la tonta fui yo, que me quedé con el muerto, bueno con la cadáver ambulante de mi madre a cuestas. Miriam, aceptó que viviese con nosotras, pero empezó a malmeter entre las dos y el sol se nubló…
